En la actualidad hay suficientes argumentos acerca de la relación que guardan el desarrollo y la función del cerebro, con el papel protagónico que ejerce la microbiota o flora bacteriana intestinal y sus relaciones con el cerebro y sistema nervioso central.

El término psicobiótico fue acuñado en 2013 por un grupo de investigadores del Centro Farmacéutico Alimentario de Cork (Irlanda).

Lo definieron como «un organismo vivo que, cuando se ingiere en cantidades adecuadas, produce un beneficio para la salud de los pacientes que padecen enfermedades psiquiátricas».

Es reconocido desde antaño la relación intestino-cerebro en la salud y la enfermedad, para determinadas afecciones digestivas; sin embargo es reciente, apenas en los últimos años, el esclarecimiento de los posibles mecanismos del denominado eje bidireccional microbiota-intestino-cerebro, en específico en afecciones neurológicas y psiquiátricas, fundamentado en la interacción de los sistemas inmune y nervioso, con la participación de la microbiota intestinal en funciones fisiológicas, conductuales y cognitivas.
Ciertas enfermedades neurológicas y del comportamiento se han asociado a un aumento de la permeabilidad intestinal y al paso de compuestos inflamatorios (llamados citoquinas) y neuromoduladores al torrente sanguíneo, y de ahí a nuestro cerebro.

De hecho, algunas bacterias son capaces de producir dopamina, serotonina o norepinefrina, claves en procesos fisiológicos, de memoria, aprendizaje y comportamiento.

Así pues, la alteración de la microbiota intestinal puede modificar nuestra conducta y se ha asociado a trastornos nerviosos centrales, como el autismo, la depresión o los comportamientos de ansiedad.

Cómo mandarían estos microorganismos mensajes al cerebro? Se postulan tres grandes líneas de acción.

1. A través de la producción de neurotransmisores (o sus precursores), que viajarían desde el intestino hasta el cerebro a través del nervio vago. Curiosamente, casi la mitad de la dopamina del cuerpo humano (conocida como la hormona del placer) está producida por los microorganismos que habitan en nuestro intestino.

2. Mediante la modulación del principal sistema de respuesta neuroendocrina al estrés: el eje hipotálamo-hipófisis-suprarrenal (HPA). Su desregulación e inflamación es patente en personas con depresión, esquizofrenia o bipolaridad. El estrés crónico, por ejemplo, activa este eje, y, en el caso de una hiperactividad prolongada, podría generar daños cerebrales debido a una inflamación crónica. Los psicobióticos, a través de mediadores y el refuerzo de la barrera intestinal, ayudarían a atenuar el HPA y disminuir la neuroinflamación. Estudios en ratones con estrés crónico confirman esta hipótesis.

3. Finalmente, los psicobióticos podrían interactuar directamente con nuestro sistema inmunitario, produciendo ácidos grasos de cadena corta. Estos compuestos regulan la función de unos centinelas cerebrales (la microglía), que actúa frente a infecciones y daños en el tejido nervioso. Sin embargo, su disfunción debida a estrés crónico, dieta o sueño inadecuado puede desencadenar neuroinflamación, aumentando la susceptibilidad a futuras enfermedades neurodegenerativas.